Cuando la pequeña del rostro triste se les acercó aquel domingo, nunca imaginaron el cambio que darían sus vidas. Como escuchar la frase “me dan una propina por favor” de la voz de aquella niña de huesos sobresalidos en los hombros, de ojos gachos con ojeras, y cabello cubierto de polvo, marcaría un antes y un después. Hasta segundos antes, Jimena y Octavio eran tan solo un par de chiquillos de 17 años, recién egresados de colegios particulares, aspirantes a universidades privadas, que gastaban las propinas de sus padres de clase media, en ir al cine o comprar CDs y ropa de marca.
Por tradición familiar, ambos, siempre fueron asiduos concurrentes a la misa de las 7.30 de la noche, la más popular en la parroquia Nuestra Sra. Del Consuelo de Monterrico. Sin embargo, fue al conocer a aquella niña de mirada perdida y a punto de llorar, que conocieron la caridad. Le preguntaron su nombre, su edad, dónde vivía. Simplemente se interesaron en ella. La pequeña entonces respondió: “Me llamo Marielena, tengo 10 años, vivo en Pamplona, pero vengo todos los días a Monterrico a vender golosinas, hoy no he vendido nada, por eso no podré comer esta noche y tengo hambre”.
Al escucharla, se sintieron vacíos, pese a tenerlo casi todo. Por mucho tiempo se habían quejado por no tener suficientes caprichos, y ahora conocían a alguien que ni siquiera tenía que comer. Mientras ellos vivían en una zona residencial, llena de parques, casas con piscina, grandes edificios y centros comerciales; aquella niña, vivía en un asentamiento humano, en medio de la arena, en una casa de estera, que ni siquiera podría soportar una lluvia. Los carteles y bolsas en el techo, no aguantarían.
Fue entonces que la mente se les iluminó. Tocaron sus bolsillos y con las monedas que encontraron, entraron al supermercado de enfrente, y compraron pan y jamonada. Lo prepararon en plena calle y se lo dieron a Marielena, la niña de 10 años que por su contextura delgada y frágil, parecía tener apenas 7, quizás por mala nutrición. Y fue al ver como devoraba hambrienta el pan en menos de un minuto, unido a su rostro de felicidad, a la amplia sonrisa que se le dibujaba en la carita que antes había mojado con sus lágrimas, lo que llevó a Octavio y Jimena, a invitarla el siguiente domingo a la salida de la misa, para repetir el lonche. Sólo que esta vez, le pidieron que llevara a sus 5 hermanitos. Marielena es la mayor de todos ellos. Su madre cuida carros en la playa del supermercado, mientras ellos venden golosinas. Lo hacen desde hace 4 años, cuando su padre, un hombre alcohólico y pegalón, los abandonó.
Por tradición familiar, ambos, siempre fueron asiduos concurrentes a la misa de las 7.30 de la noche, la más popular en la parroquia Nuestra Sra. Del Consuelo de Monterrico. Sin embargo, fue al conocer a aquella niña de mirada perdida y a punto de llorar, que conocieron la caridad. Le preguntaron su nombre, su edad, dónde vivía. Simplemente se interesaron en ella. La pequeña entonces respondió: “Me llamo Marielena, tengo 10 años, vivo en Pamplona, pero vengo todos los días a Monterrico a vender golosinas, hoy no he vendido nada, por eso no podré comer esta noche y tengo hambre”.
Al escucharla, se sintieron vacíos, pese a tenerlo casi todo. Por mucho tiempo se habían quejado por no tener suficientes caprichos, y ahora conocían a alguien que ni siquiera tenía que comer. Mientras ellos vivían en una zona residencial, llena de parques, casas con piscina, grandes edificios y centros comerciales; aquella niña, vivía en un asentamiento humano, en medio de la arena, en una casa de estera, que ni siquiera podría soportar una lluvia. Los carteles y bolsas en el techo, no aguantarían.
Fue entonces que la mente se les iluminó. Tocaron sus bolsillos y con las monedas que encontraron, entraron al supermercado de enfrente, y compraron pan y jamonada. Lo prepararon en plena calle y se lo dieron a Marielena, la niña de 10 años que por su contextura delgada y frágil, parecía tener apenas 7, quizás por mala nutrición. Y fue al ver como devoraba hambrienta el pan en menos de un minuto, unido a su rostro de felicidad, a la amplia sonrisa que se le dibujaba en la carita que antes había mojado con sus lágrimas, lo que llevó a Octavio y Jimena, a invitarla el siguiente domingo a la salida de la misa, para repetir el lonche. Sólo que esta vez, le pidieron que llevara a sus 5 hermanitos. Marielena es la mayor de todos ellos. Su madre cuida carros en la playa del supermercado, mientras ellos venden golosinas. Lo hacen desde hace 4 años, cuando su padre, un hombre alcohólico y pegalón, los abandonó.
Compartir.
Y así fue como empezó lo que han bautizado como “Domingos de Compartir”. Octavio y Jimena desde entonces, juntan sus propinas, se reúnen cada domingo en sus casas, preparan leche con quaker y panes con mantequilla, para dárselo a estos niños al final de la misa. Empezó una, luego 6, ahora ya son casi 30 los pequeños que domingo a domingo, toman lonche con ellos en plena calle. Por un momento, aunque sea una vez en la semana, dejan de trabajar, descansan. Por un momento, son simplemente niños.
Y así fue como empezó lo que han bautizado como “Domingos de Compartir”. Octavio y Jimena desde entonces, juntan sus propinas, se reúnen cada domingo en sus casas, preparan leche con quaker y panes con mantequilla, para dárselo a estos niños al final de la misa. Empezó una, luego 6, ahora ya son casi 30 los pequeños que domingo a domingo, toman lonche con ellos en plena calle. Por un momento, aunque sea una vez en la semana, dejan de trabajar, descansan. Por un momento, son simplemente niños.
Cura malo.
Pero no todo ha sido fácil. Fue el propio párroco, el que puso piedras en este camino. Enterado de que el lonche se daba en la esquina de su parroquia, no tuvo mejor idea que colocar una reja para cortarles el espacio. No bastando con eso, el padre Miguel llamó en varias oportunidades al serenazgo de Surco y a la policía, para asustar a los niños, desalojarlos de la calle, e impedir según él, que la ensucien o hagan ruido. Sin embargo fue el apoyo de los vecinos lo que lo impidió.
Cura bueno.
Y sacando cara por la nobleza, muy al contrario del padre Miguel, al verlos en acción, el Padre Pablo los ayudó a recaudar fondos con la venta de libros al final de su misa. Incluso les abrió las puertas de la iglesia a estos niños, quienes ahora pueden ingresar aún mal vestidos al templo a escuchar la misa. Ya no son discriminados. La gente ha aprendido a respetarlos. Total lo que importa como dice el padre, es tener el corazón abierto para Dios.
Han pasado más de 7 años, y Octavio y Jimena continúan con esta labor. A ellos se les ha sumado otros 5 jóvenes solidarios, y algunos vecinos de la zona, que les regalan pan para el lonche. Gracias al municipio de Surco, ahora la cita es en la glorieta recién construida frente a la parroquia, dándoles a estos niños algo más que comida, regalándoles esperanza y la certeza de que los ángeles en la tierra, si existen.
Pero no todo ha sido fácil. Fue el propio párroco, el que puso piedras en este camino. Enterado de que el lonche se daba en la esquina de su parroquia, no tuvo mejor idea que colocar una reja para cortarles el espacio. No bastando con eso, el padre Miguel llamó en varias oportunidades al serenazgo de Surco y a la policía, para asustar a los niños, desalojarlos de la calle, e impedir según él, que la ensucien o hagan ruido. Sin embargo fue el apoyo de los vecinos lo que lo impidió.
Cura bueno.
Y sacando cara por la nobleza, muy al contrario del padre Miguel, al verlos en acción, el Padre Pablo los ayudó a recaudar fondos con la venta de libros al final de su misa. Incluso les abrió las puertas de la iglesia a estos niños, quienes ahora pueden ingresar aún mal vestidos al templo a escuchar la misa. Ya no son discriminados. La gente ha aprendido a respetarlos. Total lo que importa como dice el padre, es tener el corazón abierto para Dios.
Han pasado más de 7 años, y Octavio y Jimena continúan con esta labor. A ellos se les ha sumado otros 5 jóvenes solidarios, y algunos vecinos de la zona, que les regalan pan para el lonche. Gracias al municipio de Surco, ahora la cita es en la glorieta recién construida frente a la parroquia, dándoles a estos niños algo más que comida, regalándoles esperanza y la certeza de que los ángeles en la tierra, si existen.
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